Analizar la comida mientras comes, hablar de Ferràn Adrià como si hubiera sido tu compañero de pupitre o llevar especias siempre encima: estas son algunas características de la gente a la que le gusta cocinar.
El mundo se divide entre la gente a la que le gusta el mar o la montaña, 2Pac o Notorius Big, Coca Cola o Pepsi y la que le gusta cocinar y la que no. Si eres de los que disfrutan con la cocina, habrás notado alguna vez que los que no lo hacen te miran con cara raruna cuando haces cosas que para ti son completamente normales, como hablar de desglasar sartenes, preguntar siempre por todo lo que comes o emocionarte cuando encuentras una especia nueva.
1. Hablar de comida mientras están comiendo. Esto puede parecer inocuo, pero cuando lo hacemos después de un menú de boda gallega de 12 platos y se te sale el bogavante por las orejas, se dice, se comenta, se rumorea que puede ser algo molesto. O eso dice la gente que no cocina.
2. Descifrar platos en lugar de comer. Donde alguien que no cocina ve un arroz caldoso nosotros necesitamos saber si se ha nacarado previamente, qué especias lleva, los minutos de cocción y los nombres en latín de todos los animales que han dado su vida en ese fumet. Esto también pone nerviositos a los no cocinadores, que estaban tan ricamente comiendo un arroz sin saber que ahí tenían medio ElBulli Foundation, y les entra la desazón vital.
3. Enfurruñarse porque te digan \»de sabor está bueno\». Porque automáticamente entendemos que nos están diciendo que por el aspecto parece un fistro digno de ser primo de Jar Jar Binks. Suena a consuelo que no consuela, como “pues tampoco te queda tan mal” o “tu novio/novia es imbécil, pero por lo menos no estás solo/sola”. Mal. Fatal.
4. Creer erróneamente que todo el mundo sabe qué significa \»rehogar\» o \»escaldar\». De la cara que pone la gente a la que no le vá el temita cuando les hablas con entusiasmo de “cortar en brunoise” o “pelar a lo vivo” ya si eso hablamos otro día. Pero es un estupendo detector de gente interesada en ti con fines eróticofestivos: si alguien que no pisa la cocina más que para calentar la leche parece interesada en tu técnica para hacer arroz seco, tienes el postre asegurado.
5. Ponerse intensitos y monográficos hasta que domina una técnica o ingrediente. Esto tampoco suena mal a priori, pero cuando tenemos a familia y amigos comiendo arroces-polenta-sushi-inserte-aquí-obsesión-en-curso, puede llegar un momento en el que estén dispuestos a matar por una hamburguesa. Del McDonalds. Incluso siendo vegetarianos.
6. Disfrutar haciendo la compra. Donde los no-cocinadores ven un drama vital, un proceso que quita tiempo –incluso llegan a comprar por internet, insensatos–, nosotros lo gozamos bastante fuerte incluso haciendo cola en la pescadería. Esta sensación puede llegar a niveles de orgasmo cuando estamos en mercados o supermercados de otros países –nuestro momento turista favorito– o escoger el piso donde vivimos por su proximidad a un mercado (esto le pasa a una amiga. A un familiar. Bueno, a mí).
7. Dar la chapa con dilemas que no interesan a nadie que no cocine: cuchillos de metal o de cerámica, sartenes de hierro o de aluminio, tablas de madera o de silicona. Parece que el debate “olla lenta o a presión” no interesa a la gente que no tiene una de cada, inexplicablemente. Tan inexplicable para nosotros como que alguien pueda vivir sin tener una de cada, por otro lado: tener termómetros sonda, un rallador para la piel de los cítricos y otro para el parmesano y mil cacharros que los no cocinadores no saben ni que existen es otra de nuestras características.
8. Sufrir muchomuchoMUCHO cuando las recetas salen mal. Nivel harakiri por honor. Rollo \»nunca me había pasado\», como con los gatillazos. Mirando mal a los que se han enterado y planteándote eliminarles de tu vida para que no haya testigos de la tragedia.
9. Fotografiar todo lo que comes. Y compartirlo en Instagram, por supuesto. Y también volver de un viaje a Italia y que en tu cámara o móvil haya fotos de risottos, pasta fresca, antipasti, coppa, mercados, ramitos de peperoncino y la puerta de la Osteria Francescana. La torre de Pisa ya tal.
10. Preparar siempre más comida de la necesaria. Porque nunca se sabe cuando puede aparecer un equipo de rugby hambriento o toda la clase de tu hijo sin desayunar por la puerta. Lo normal.
11. Entrar en crisis nerviosa cuando te dicen que vienen dos personas más a cenar. Porque pasa precisamente el único día en el que no has aplicado lo del punto anterior.
12. Abrir Facebook, Amazon o cualquier otra web en la que se usen cookies y que todas las recomendaciones sean libros y cachivaches de cocina. O de restaurantes. Y entrar compulsivamente en ellas “solo para mirar” y dejarte media Visa, entrando en una espiral sin fin.
13. Que tu máxima aspiración en la vida sea tener electrodomésticos carísimos en la cocina. Fantasear con tener un horno de vapor. O un Rofco. Y llorar de envidia cuando ves el abatidor de MasterChef, aunque después siempre cocines con las mismas dos sartenes y la olla que te llevaste de casa de tu madre cuando te fuiste de Erasmus.
14. Almacenar productos en la despensa como si esta tarde estallara la III Guerra Mundial y mañana se anunciara el apocalipsis zombi. Que no te pille el fin del mundo sin mayonesa japonesa, chipotle, sésamo negro, concentrado de tomate y 5 tipos diferentes de sardinas enlatadas. No vaya a ser.
15. Hablar de Jamie Oliver como si fuera tu primo el de Alpedrete y le conocieras de toda la vida. Y de Julia Child como si fuera tu tía, o de Nigella Lawson como si te la encontraras cada día en la cola del super. Con un nivel de familiaridad que si un día te los encuentras por la calle directamente les abrazas y puedes acabar con una orden de alejamiento.
16. Preguntar sin parar. Se habla poco de las fracturas de peroné por patadas de la persona que no cocina cuando se acerca el chef a preguntar si todo estaba bien y el cocinillas le pide todas y cada una de las recetas de los 20 pases, le pregunta por sus proveedores y si te descuidas hasta por su talla de calzoncillos. Rompiendo el mito de que la única pregunta tonta es la que no se hace. Con un Kaláshnikov.
17. Buscar todo el rato nuevos ingredientes-especias-etc. Y controlar tiendas donde comprarlos y tener algunas de referencia: una de comida latina, otra pakistaní, una india, otra de Japón, la mexicana y así con todo. Aquí también te entran pampurrias cuando sales al extranjero, o cuando te traen de souvenir un mole que hacía una señora en la plaza de un mercado del DF (gracias, Clara).
18. Y llevarlos encima siempre “por si acaso”. Acabo de mirar en mi mochila y hay dos tipos de salsa picante, un bote de sichimi, Tajín, salsa Perrins, dos limas y sal de apio. Yo veo ahí la posibilidad de improvisar una michelada o aderezar un salteado. Otros pueden ver un desequilibrio mental, y no les culparía.
19. Ver programas de cocina. No importa si es la edición croata de Master Chef, sale Anthony Bourdain comiendo perro en Corea, unas monjas de clausura explicando cómo hacen las yemas o Arguiñano: si lo pillas haciendo zapping, te quedas. Y llorar de felicidad cada vez que Netflix estrena una nueva temporada de Chef´s Table
20. Saber al minuto las fluctuaciones de los precios del mercado. Pero no del índice nikkei ni el Dow Jones, sino el del mercado de abastos en el que compras. Y hablar mucho de ello, y recordar la época en la que los limones costaban más de tres euros el kilo o las berenjenas casi cinco sufriendo más que Jean Valjean en Los Miserables.